Historias en la oscuridad
- RevistaPandora
- 14 nov 2018
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 20 nov 2018
por Facundo Delgado

Faltaban minutos para las 21, hora en el que el espectáculo del Teatro Ciego comenzaba. Éramos 12 personas. Nunca fui al teatro, no porque tenga algo en contra sino por mera falta de curiosidad. Desconozco el promedio de público de Resistencia que asiste a las funciones de teatro, desconozco sobre todo el Teatro Ciego y cuánta gente convoca pero este espectáculo despertó algo en mí, algo parecido a la necesidad. Por esta misma ignorancia -en el buen sentido de la palabra -imaginé que podríamos ser pocos, máximo 20 personas, no más que eso. Pensaba: “tanto laburo venir desde Buenos Aires para que solo haya 20 personas”. En fin, faltaban menos de 10 minutos y éramos 12 cuando de un momento a otro empezó el aluvión de gente. No conté cuántas pero si tuviese que arriesgar un número diría que éramos 60 o más. Todos esperábamos afuera del auditorio, en el primer piso de la Casa de las Culturas.
En la planta baja preparaban unas mesas, supuse que eran parte del teatro, ya que se suponía que era un show musical gourmet, pero no fue así, no hubo comida (sí, no puedo negar un poco de decepción). Pensando mientras esperaba ansiaso a que algo pasara, llegué a la conclusión de que hacer algo como esto en otro lugar que no sea Palermo, donde hay una sede del Teatro Ciego, conlleva un gran gasto de recursos y logística para transportar y preparar la comida. Pero quién sabe, capaz se atrasó el catering.
Esperaba que algo sucediera, ansioso. De pronto tres personas vestidas completamente de negro y con anteojos también oscuros nos dieron la bienvenida y nos pidieron que apagáramos los celulares, porque adentro no debía haber ninguna luz. No falta el que arruina el espectáculo no cumpliendo las consignas y tenía miedo, porque probablemente yo fuera ese alguien, con mi negligente celular grabando todo lo que empezaba a gestarse, escondido en mi bolsillo. Luego -yo todavía con los dedos cruzados para que no descubrieran mi ofensivo instrumento tecnológico encendido -nos acomodaron en varias filas y fuimos pasando de a una.
Antes de ir había buscado información -soy precavido -y sabía que el Teatro Ciego era una experiencia en completa oscuridad, donde la visión es nula realzando así los demás sentidos, que juegan un rol protagónico. Me había mentalizado desde antes que no iba a ver nada y pensé que iba a estar bueno, que sería una experiencia nueva pero fácil de digerir. Nada más lejano a la realidad, jamás dimensioné lo que sufriría con esas primeras sensaciones. A medida que entraba, pasé una primera cortina negra y mi visión disminuyó casi a nada. Ya en ese momento me inquieté, me puse ansioso. Lo peor fue cuando pasé la segunda cortina negra: no veía nada, casi que cerrar mis ojos y ver el interior de mis párpados era más luminoso que la inmensa nada frente a mí. Al principio me invadió una mezcla de miedo y nerviosismo por no saber dónde estaba parado. Acostumbrado a ver todo, a medir las distancias entre mi cuerpo y las cosas, quedé desorientado ante la plena oscuridad. Lo único que sabía era que había una persona delante de mí a la que sostenía del hombro -me aferraba, quizás -, y esa era mi única referencia espacial.
Hacía frío dentro de esa oscuridad.
Estuvimos un buen rato parados en plena oscuridad. También es difícil medir el tiempo en esa situación. Habituado a consumirlo utilizando el celular, el tiempo ahí se mide distinto y lo que pudo ser un vistazo rápido al timeline de Twitter se convirtió en una experiencia extensa e inquietante. Solo se escuchaba caos de voces y risas nerviosas por todos lados, mientras tres personas daban indicaciones en la oscuridad. Nos guiaron de a uno hasta sentarnos. Sonaban muy despacio tangos que parecían provenir de parlantes a mi derecha. En ese momento pensé que me encontraba en alguna de las filas de asientos del medio de la sala, pero al terminar la función me sorprendí al encontrarme en la segunda de adelante.
La voz de un presentador nos dio la bienvenida al bar de Martínez y nos anticipó: “Hoy vamos a contarles historias”. La historia empezó. Música triste de fondo y sonido de platos dieron pie para que Martínez, de voz ronca y grave, comience la narración añorando los viejos tiempos en que todavía estaba María, su esposa, y sus amigos frecuentaban el bar. “Estas viejas paredes han sido testigos de tantas historias”, dijo con tono melancólico y evocó su recuerdo.
La historia, cuyo tema principal eran recuerdos, tuvo varias capas retrospectivas. La primera anécdota fue la de Martínez: los días felices del bar, en los que tenía clientes y un grupo de amigos que siempre estaban. Ese primer viaje al pasado fue inaugurado por el sonido de las manijas de un reloj, que luego se transformó en sonidos de personas, diarieros, trenes, caballos y todo el murmullo de una gran ciudad como lo es Buenos Aires. Los sonidos aparecían de todos lados, desde distintas dimensiones de la sala y me daban la impresión de estar en medio de toda esa hecatombe.
En ese bar del pasado, ese bar lleno de vida y de olor a café, se presentaron primero los amigos más cercanos a Martínez: Arturito, un joven empleado del bar, y Rosendo, un viejo borracho y presentador de los eventos del lugar. Otra cosa que me cautivó de la experiencia con la aparición de estos personajes fue la manera en que se utilizó la dimensión del auditorio. Contrario a lo que imaginaba, que iban a estar todos al frente como en las obras de teatro convencional, los personajes aparecieron y se movieron por varias partes del lugar y cerca del público, haciéndote partícipe en la escena como alguien que observaba tomando un café en el bar. Te pasaban por al lado e interactuaban con vos sin salirse de sus papeles, como Arturito pidiendo permiso para barrer bajo tus pies.
Más tarde, con Rosendo ya borracho, se pronosticó la presentación de Ernestina en el bar y Martínez se exaltó para que todo salga bien esa noche. Así empezó un episodio caricaturesco para despabilar a Rosendo, momento en el que mostró su lado infantil por primera vez. Casi a la par de la entrada del Maestro, el pianista, ingresó Ernestina que comenzó a cantar. El personaje de Ernestina era bastante excéntrico y hasta se podría decir irritante, debido a su voz y forma de hablar con delirio de diva. Cantó “Se dice de mí” de Tita Merello y utilizó el ancho y el largo de auditorio. Yo me la imaginaba moviéndose y girando entre la gente, siempre con el sonido del piano de fondo. Cantaba muy bien. Es más, su irritabilidad era proporcional a su talento para cantar. Pero cuando me pasó por al lado me dejó casi sordo. Después de ese primer tema se armó un corto diálogo sobre el amor, donde las palabras de Ernestina fueron las definitivas: “El amor, que mal necesario”.
La canción terminó. Arturito, cansado del tango, pidió que pongan un cuartetazo -haciendo honor su lugar de origen: Córdoba -, cosa que no pasó. En su lugar, Martínez revivió una vieja rocola que contenía música setentosa que lo llevó a resucitar un recuerdo de su juventud, aquel día en que conoció a María, su esposa. Esta fue la primera vez que apareció una segunda capa de recuerdo. A partir de acá los personajes comenzaron a contar anécdotas de historias amorosas y de aventura que vivieron. Así contó sobre una noche de “asalto” en una época donde Palito Ortega era la moda. En una de esas tramas típicas donde la pareja se escapa de la fiesta y da un paseo en la playa bajo las estrellas, los sonidos de las pisadas en la arena junto con la oscuridad de la sala me provocó imaginarme a mi manera ese momento. Después de haberme idealizado ese momento romántico arquetípico, la obra tuvo el descaro de romperlo con Martínez retrocediendo un cassette con la lapicera. Esa misma noche, Martínez le cuenta a María su sueño de abrir un bar.
Una vez que volvieron a ese primer recuerdo donde estaban todos en el bar, en la continuación de esa charla iniciada sobre amor y aventura, le tocó a Arturito contar su experiencia. Este lo hizo más en su afán de mostrarle a Ernestina que él también tuvo una historia de amor. Se remontó a una viaje de safari en África, donde por ser “ratón” y no tomar el transporte se perdió en el trayecto del aeropuerto al hotel. El sonido de un avión sobrevolando y la canción del Rey León, acompañado de sonidos de insectos, me metió de lleno en esa historia. Allí se topó con una mujer perdida y desesperada. El frío del auditorio me hizo sentir que estaba en una selva. Nunca fui a una pero supongo que debe ser fría y húmeda o así me la imaginé en el momento. De un momento a otro apareció un chancho salvaje y empezó a perseguirlos por toda el auditorio. Otra vez, se aprovechó el espacio; las voces y sonidos cambiaban continuamente de posición dando profundidad al ambiente. El chancho surgía al lado de las personas y las tocaba con algo que parecía cuero reseco y peludo, lo que provocó una gran cantidad de gritos y risas. Hasta que al fin Arturito se armó de valor y fusiló al chancho.
Luego le tocó a Rosendo narrar su historia de amor. Ésta sucedió en Ipanema, en su primer viaje a Brasil. Como en las otras anécdotas fue una canción o sonido lo que me metió en la historia. En este caso fue “Garota de Ipanema”, que luego fue tergiversada por Rosendo, acompañada de sonidos de arena y olas. Su aventura “amorosa” fue con una vendedora brasileña de jugos, a la que no entendía nada de lo que decía. Su historia fue amorosa entre comillas, ya que se basó más en un día de pesca con ella, donde quedaron atrapados en una tormenta. El sonido del agua revuelta, los truenos, el agua que salpicaban y el grito “te odio poseidón” de Rosendo le dio un tanto de épica a la escena.
La tormenta terminó y volví a estar sentado en el bar. Tango de fondo en los parlantes. Después de habernos hecho reír mucho con su anécdota, Rosendo se coronó como el mejor personaje del show en un episodio donde lloró por vino y cantó “Quién se ha tomado todo el vino”, de la Mona Jimenez. Él, el piano y las palmas acompañando. Si ya venía siendo el personaje que más divertía al público, esto lo definió. Y qué mejor que terminar esa proclamación que disparando una escopeta y siendo regañado por Martínez. Una señora que supongo que estaba varias filas de atrás no se paraba de reír a carcajadas y lo contagiaba al resto del público.
Todo este momento de risas fue cortado con la imagen de Ernestina llorando. Lloró porque no tenía historia de amor para contar. Su vida de diva sin historia amorosa parecía más un engaño. Atravesó ese momento cantando “Adiós felicidad”, de Omara Portuondo. La letra y su voz me bajonearon. Dijó “adiós felicidad” y sonó de vuelta el reloj del principio pero esta vez devolviéndome al presente. “Qué recuerdos”, suspiró Martínez; de fondo suena música triste.
El comprador del bar fue al lugar: era Rosendo. En un acto de buena fe compró el bar para que Martínez lo siga haciendo funcionar porque sentía que era su segunda casa. También volvieron a aparecer Arturito, Ernestina y el Maestro, siendo este el momento más emotivo y predecible del espectáculo. Para finalizar Rosendo pidió una canción movida. “Esa que dice mono mono”, indicó y cantaron “Hit the road jack”, de Ray Charles. Luego de todo ese tiempo en completa oscuridad, mientras cantaban apareció una luz anaranjada, efecto de una luz amarilla entre las manos de uno de ellos. Los cinco estaban enfrente. Cuatro parados y el pianista sentado. Su vestimenta negra, la luz y la oscuridad dieron al momento un aspecto espiritual y hasta onírico.
Terminó la función y abrieron la puerta de salida.
La luz de los focos del edificio lastimaba.
Comments